"—Cuéntame cosas que no me importe olvidar —dijo ella—. Que
sean banalidades; de lo contrario, déjalo.
Empecé. Le conté que los insectos vuelan cuando llueve y que
nunca se mojan porque no les cae una sola gota encima. Le conté que nadie en
Estados Unidos había tenido un magnetófono antes de que Bing Crosby se comprase
uno. Le conté que la luna tiene forma de plátano... que, cuando la vemos llena,
la estamos viendo de canto.
La cámara hizo que me cohibiese y me callé. Nos enfocaba
desde un soporte instalado en el techo, como esas cámaras que utilizan en los
bancos para fotografiar a los ladrones. Nos enfocaba para dirigir la señal a
las enfermeras que estaban al fondo del pasillo en la Unidad de Cuidados
Intensivos.
—Sigue, chica —dijo—. Ya te acostumbrarás a ellas.
Tenía público. Seguí. ¿Sabía ella que Tammy Wynette había
cambiado la letra de su canción? En serio. Que ahora canta «Apoya a tus amigos»
en vez de «Apoya a tu hombre». Que Paul Anka había hecho lo mismo, le dije.
Ahora canta «Vas a tener un hijo nuestro», en vez de «Un hijo mío». Que estaba
ya harto de las quejas de las feministas.
—¿Qué más? —me preguntó—. ¿Sabes algo más?
Oh, sí.
Para ella siempre sabría algo más.
—¿Sabías que la primera vez que enseñaron a hablar a una
chimpancé mintió? Cuando le preguntaron quién se lo había hecho en la mesa de
trabajo, dio por señas el nombre del limpiador. Y cuando la presionaron, dijo
que lo sentía mucho, que en realidad había sido el director del proyecto. Pero
ella era madre, de modo que me imagino que tendría sus razones.
—Oh, eso está bien —asintió—. Una parábola.
—Hay más anécdotas sobre esa chimpancé —le dije—. Pero te
romperían el corazón.
—No, gracias —y se rasca la mascarilla.
Parecemos dos forajidas buenas. Buenas o malas, yo aún no me
acostumbro a la mascarilla. Siempre estoy tocando la parte caliente por donde
sale, gracias a Dios, mi aliento. Ella está acostumbrada a la suya. Sólo se ata
las cintas de arriba. Las otras —como buena profesional que es ya— las deja
colgando.
Llamamos a este lugar Hospital Marcus Welby, en honor a la
serie televisiva. Es ese edificio blanco con palmeras que aparecía como fondo
de los títulos de crédito de aquella serie. Un hospital de Hollywood, aunque,
en realidad, está varios kilómetros hacia el Oeste. Fuera del campo visual de
la cámara, al otro lado de la calle, hay una playa.
Me presenta a una enfermera como la Mejor Amiga. El artículo
es más íntimo que el pronombre posesivo. Me da a entender que ellas son las
íntimas, la enfermera y mi amiga.
—Le contaba que en los viejos tiempos tomábamos ginger ale,
de la marca Canadá Dry, y nos hacíamos a la idea de que estábamos en Canadá.
—Así de tontas éramos —digo.
—Podríais ser hermanas —dice la enfermera.
Me apuesto a que están preguntándose por qué he tardado
tanto tiempo en llegar a este sitio tan glamuroso. Pero, ¿se lo preguntan?
No se preguntan nada.
Dos meses, y, ¿cuánto se tarda en llegar en coche?
La mejor explicación que puedo dar es la siguiente: tengo un
amigo que trabajó durante un verano en un depósito de cadáveres. Me contaba
anécdotas de ese lugar. La que más me impresionó no fue la más horripilante,
pero fue la que más me impactó. Un hombre tuvo un accidente y destrozó su coche
en la carretera 101, en dirección al Sur. No perdió el conocimiento. Pero se le
había desgarrado un brazo hasta el hueso mismo y, cuando lo vio... le dio un
susto de muerte.
Es decir, que se murió.
De modo que no me había atrevido a mirar más de cerca. Pero
ahora lo hago, y espero sobrevivir.
Se sacude una mantita de verano, dejando al descubierto una
pierna que no querrías ver por nada del mundo. Si exceptuamos eso, al mirarla
comprendes que la ley exija que haya dos personas con el cuerpo en todo
momento.
—He pensado en algo —dice—. Lo pensé anoche. Creo que aquí
hace muchísima falta, y con urgencia. Ya sabes, que alguien lo haga por ti
cuando no puedes hacerlo tú misma, pongamos por caso. Les llamas siempre que
quieras... Por ejemplo, cuando no hay más remedio.
Coge el teléfono de la mesilla y se enrolla el cable
alrededor del cuello.
—¡Mira! —exclama—. Fin del trayecto. —Sigue hablando, aunque
aturdida por algo. Pero no sé por qué—. No consigo acordarme —me asegura—.
Según la psiquiatra Kübler-Ross, ¿qué paso venía después de la Negación?
Creo recordar que el siguiente era la Ira. Después venían el
Regateo, la Depresión y así sucesivamente. Pero me guardo mis suposiciones.
—Lo único que falta saber es... cuándo viene la
Resurrección. Dios sabe que me gustaría hacerlo según mandan los cánones. Pero
esa psiquiatra omitió la Resurrección.
Se ríe y me aferró a esa risa de la misma manera en que
alguien colgado sobre un barranco se aterra a la cuerda que le lanzan.
—Cuéntame lo de la chimpancé que habla con las manos. ¿Qué
hacen cuando el experimento termina y la chimpancé dice «No quiero volver al
zoológico»? —como no contesto, añade—: Vale, entonces cuéntame otra historia de
animales. Me gustan las historias de animales. Pero que no sea morbosa..., no
quiero saber nada de perros guías que se quedan ciegos.
No, no pensaba contarle ninguna historia morbosa.
—¿Qué te parece una de perros para sordos? —le pregunto—. No
están perdiendo audición, pero están volviéndose muy críticos. Por ejemplo,
está la de ese perro labrador de Nueva Jersey que despierta a la madre sorda y
la arrastra al dormitorio de su hija porque la niña está leyendo con una
linterna debajo de las sábanas.
—Me estás matando —dice—. Sí, estás matándome del todo.
—Dicen que los perros inteligentes obedecen, pero que los
más inteligentes saben cuándo deben desobedecer.
—Sí, los más inteligentes saben cuándo deben desobedecer.
Ahora mismo, por ejemplo.
Está flirteando con el Buen Doctor, que acaba de entrar. A
diferencia del Mal Doctor, que comprueba el gotero antes de dar los buenos
días, el Buen Doctor dice cosas como «Dios no les dio a los epilépticos un
tembleque elegante». El Buen Doctor se adjudica puntos por los minusválidos que
podría haber atropellado en el aparcamiento. Como el Buen Doctor está un poco
enamorado de ella, dice que quizás un año. Acerca una silla a la cama y sugiere
que a lo mejor me gustaría pasar una hora en la playa.
—Cuando vuelvas, tráeme algo. De la playa o de la tienda de
regalos —me dice—. Aunque sea feo.
El médico corre la cortina de la cama.
—¡Espera! —grita ella.
Me asomo.
—Cualquier cosa, salvo una suscripción a una revista.
El médico aparta la mirada.
Veo que su boca esboza una sonrisa.
Con frecuencia, lo que parece peligroso no lo es..., como,
por ejemplo, las serpientes negras o las turbulencias en un cielo despejado.
Mientras que las cosas que están ahí mismo, como esta playa, están cargadas de
peligros. Un polvo amarillo que asciende de la tierra, el calor que hace
madurar los melones por la noche... Son señales inequívocas que presagian
terremotos. Puedes estar sentada aquí, trenzando tranquilamente los flecos de
tu toalla, y la arena, de repente, te traga igual que un reloj de arena. El
aire brama. En los apartamentos baratos de la costa, las bañeras se llenan
solas y los jardines se levantan y se enrollan igual que olas verdes. Si no
ocurre nada, el polvo irá a la deriva y el calor aumentará hasta que el temor se
convierta en deseo. Sólo una catástrofe puede apaciguar esos nervios.
—Nunca se da cuando piensas en él, ¿verdad? —comentó una
vez—. Terremoto, terremoto, terremoto.
—Terremoto, terremoto, terremoto —repetí yo.
Y no nos cansábamos de decirlo, como el aviofóbico que
mantiene el avión en el aire con sus oraciones, hasta que una réplica
resquebrajó el techo de la habitación.
Aquello ocurrió después del terremoto grande del 72.
Estábamos en la universidad. Nuestro dormitorio se encontraba a ocho kilómetros
del epicentro. Cuando terminó el corrimiento y mi pulso farfullero empezó a
desacelerarse, ella hizo un bebedizo mezclando cinco partes de champán con una
de zumo de naranja, y bromeó con la idea de vivir en Ocean View, Kansas. Le
ofrecí llevarla en coche a Hawai, con arreglo a las teorías del nuevo mundo
que, según pronosticaban los videntes, afloraría para la próxima vez, o la
siguiente.
Ahora no podría decir esa palabra... siguiente.
—¿La siguiente de quién? —podría haberme preguntado ella.
¿Era yo la única en percibir que los expertos habían dejado
de decir si y ahora hablaban de cuándo7. Desde luego que no. Los temerosos
podían contarse por miles. Observábamos a los escarabajos japoneses, a la busca
de algún cambio en su comportamiento. Cualquier cambio podría significar una
intensificación de la violencia natural.
Quería que ella tuviese tanto miedo como yo. Pero me decía:
—No sé, pero el caso es que no tengo miedo.
No le tenía miedo a nada, ni siquiera a volar.
Cuando tengo que viajar en avión, sueño que nos abrochamos
el cinturón y que el avión avanza por la pista. Despega a unos cincuenta y
cinco kilómetros por hora, y después ya estamos en el aire, rozando las copas
de los árboles. Aun así, llegamos puntualmente a Nueva York.
Es muy agradable.
Una noche volé a Moscú de esa manera.
Sólo una vez había volado ella conmigo. Aquella vez que voló
conmigo, comía nueces de macadamia mientras las alas pegaban botes. Sabe que la
punta de las alas puede inclinarse nueve metros hacia arriba o hacia abajo sin
que el avión se caiga. Ella se lo cree. Confía en las leyes de la aerodinámica.
Mi mente se desbarajusta. Me cuesta trabajo aceptar que un buque de guerra
flote, ya que todo el mundo sabe que el acero se hunde.
Ahora veo miedo en su cara, y no voy a procurar
ahuyentárselo. Hace bien en tener miedo.
Después de un temblor, las noticias de las seis emiten la
secuencia de una película en la que un grupo de alumnos de primer grado, a
instancias de su maestra, amonestan al patio de recreo destrozado.
—Tierra mala —gritan, porque la ira es más fuerte que el
miedo.
Pero hoy la playa está calma. Aquí todo el mundo está
sedado, adormecido o parece indiferente. Las adolescentes se ponen unas a otras
aceite de coco en las zonas del cuerpo a las que resulta difícil llegar por una
misma. Huelen a esencia de copra. Abren con dificultad las polveras que parecen
conchas de almejas. Los espejos atrapan el sol y arrojan un haz de rayos
blancos sobre los hombres satinados. Las chicas se adornan el pelo húmedo con
flores de seda con arreglo a lo que aprendieron en la revista Seventeen. Posan.
Unos tipos detienen sus coches tuneados para observarlas y
de paso se toman unas cervezas. Se vuelven ruidosos cuando las chicas
comprueban las líneas del bronceado. Cuando se les acaba la cerveza, se largan,
alardeando de sus coches, bulevar arriba.
Sobre esta salud agresiva se alzan las terrazas gemelas de
hierro forjado de Palm Royale —pintadas en un tono rosado igual que el de los
flamencos—, donde cada vez que cambian las sábanas se muere alguien. Hay una
ambulancia en la entrada de coches, y los residentes que aún quedan están
asomados a los balcones, inquietos y en silencio, inclinados hacia adelante.
El océano que contemplan es peligroso, y no sólo por la
resaca. Casi pueden verse los coletazos de los tiburones toros, acechantes.
Si ella mirase, podría verlo, podría ver parte de esto,
desde la ventana. Sería la primera en decir que qué poco hace falta para que
todo se eche a perder.
¡Cuando regresé a la habitación había una segunda cama!
El corazón me latió dos veces antes de comprender qué
significaba aquello. Entonces se hizo tan patente como un ataúd abierto.
«Quiere que esté con ella en todo momento», pensé. «Quiere
mi vida.»
—Acaba de irse Gussie, te la has perdido —me dijo nada más
entrar.
Gussie es la criada de sus padres, ciento treinta y cinco
kilos de narcolepsia. A menudo le dan los ataques ante la tabla de la plancha.
Todas las fundas de las almohadas de la familia están ribeteadas de quemaduras.
—Ha tenido que ser un viaje duro para ella —le digo—. ¿Cómo
está?
—Bueno, no se ha quedado dormida, si te refieres a eso.
Gussie es fantástica. ¿Sabes lo que me ha dicho? Pues me ha dicho: «Cariño,
déjate ya de tantas mortificaciones. Sigue rezando, arrodíllate ante el
Señor...», yo, que ni siquiera puedo levantarme de la cama.
Se encogió de hombros.
—¿Me estoy perdiendo algo?
—El tiempo presagia terremoto —le contesté.
—Lo mejor que puede hacerse con los terremotos es no vivir
en California.
—Un consejo muy útil —le dije—. Hablas igual que el
reverendo Ike: «Lo mejor que puede hacerse por los pobres es no ser uno de
ellos.»
El reverendo Ike nos vuelve locas.
Me di cuenta de que tenía la cara hinchada.
—¿Sabes una cosa? Me siento muy mal. Tengo la intención de
dejar de divertirme.
—Los antiguos tenían un dicho: «Hay momentos en que los
lobos callan y momentos en que la luna aúlla.»
—¿Qué es eso? ¿De los indios navajo? —me preguntó.
—Un graffiti en el vestíbulo de Palm Royale —le contesté—.
He comprado el periódico. Te leeré algo.
—¿Aunque no me interese nada?
Lo abrí por la página de trivialidades. Le dije:
—¿Sabías que a los flamencos, cuantas más gambas comen, más
rosadas se les ponen las plumas? ¿Sabías que los esquimales necesitan
congeladores? ¿Sabías por qué los esquimales necesitan congeladores? ¿Sabías
que los esquimales necesitan congeladores porque, si no, de qué otra manera
iban a evitar que se les congelara la comida?
Me fui a la página tres, a una sección de noticias de
agencia fechada en la ciudad de México. Le leí la noticia titulada HOMBRE ROBA
BANCO CON POLLO. Trataba de un hombre que compró un pollo asado en un puesto
callejero que había a una manzana del banco. Al pasar por delante del banco,
tuvo una idea. Entró y se dirigió a una ventanilla. Apuntó con la bolsa de
papel a la cajera y ella le dio los ingresos del día. El olor de la salsa de barbacoa
facilitó su captura.
Dijo que la historia le había dado hambre. De modo que entré
en el ascensor y bajé seis plantas para ir a la cafetería. Regresé con todo el
helado que me había encargado. Me tumbé en la cama contigua a la suya. Ambas
teníamos las camas regulables elevadas para disfrutar de una visión óptima del
televisor. Desperdigamos por las sábanas los envoltorios de los helados y
picoteamos almendras tostadas de entre las gasas. Éramos Lucy y Ethel, Mary y
Rhoda in extremis. Las persianas estaban echadas para evitar reflejos en la
pantalla.
Vimos una película protagonizada por unos hombres con los
que antes creíamos que nos hubiera gustado acostarnos. El de ella era un poli
duro que intentaba detener al mío, un violador despiadado que perseguía a
camareras especializadas en recepciones.
—Es una buena película —dijo en la escena en que unos
francotiradores abatían a los dos.
Yo ya la echaba de menos.
Una enfermera filipina entró de puntillas y le puso una
inyección. Antes de irse, recogió de la mesita de noche los palos de los
helados, suficientes para entablillar a un animal pequeño.
La inyección nos puso soñolientas a las dos. Nos dormimos.
Soñé que ella era una decoradora que estaba arreglándome la
casa. Trabajaba en secreto, cantando para sus adentros. Cuando terminó, me
condujo, orgullosa, hasta la puerta.
—¿Qué te parece? —me preguntó, mientras me empujaba
delicadamente al interior.
Cada viga, alféizar, estante y pomo estaba adornado con
banderitas alegres, y unas serpentinas de crespón de color pastel ribeteaban
los brillantes espejos.
—Tengo que ir a casa —le dije cuando se despertó.
Creyó que por casa quería decir su casa en el Cañón, y tuve
que decirle: No, mi casa. Me retorcí las manos de la manera convencional en que
lo hace la gente que sufre. Se suponía que yo tendría que ofrecerle algo. La
Mejor Amiga. Ni siquiera podía ofrecerle que regresaría.
Me sentí débil y pequeña y fracasada.
También eufórica.
En el aparcamiento me esperaba un descapotable. Una vez
fuera de aquella habitación, bajaría a toda velocidad por la Autopista de la
Costa, aspirando en el aire un olor a cangrejo. Una parada en Malibú para tomar
sangría. La música en aquel lugar sería sensual y ruidosa. Tomaría papaya con
gambas y helado de sandía. Después de la cena, reluciría de ansia, zumbaría de
calor, vibraría de vida y me pasaría toda la noche despierta.
Sin articular palabra, se arrancó de un tirón la mascarilla
y la tiró al suelo. Le dio una patada a la manta y se dirigió a la puerta.
Debió de haberle dado mucho coraje tener que detenerse para respirar y mantener
el equilibrio antes de salir, dando un portazo, de la zona de aislamiento y de
la habitación contigua, esa donde había que desinfectarse y ponerse las
mascarillas blancas.
Una voz alarmada gritó su nombre, y el personal corrió por
el pasillo. Llamaron al Buen Doctor por el interfono. Abrí la puerta, y las
enfermeras que estaban en el puesto de enfermería me lanzaron una mirada
recriminatoria, como si esa huida hubiese sido idea mía.
—¿Dónde está? —pregunté, y señalaron con la cabeza el
cuartito de las medicinas.
Me asomé. Dos enfermeras estaban arrodilladas junto a ella,
hablándole en voz baja. Una le sujetaba una mascarilla sobre la nariz y la
boca, la otra le masajeaba la espalda con lentos movimientos circulares. Las
enfermeras levantaron la vista para ver si yo era el médico... y, como no lo
era, siguieron con lo suyo.
—Cariño, ya ha pasado, ya ha pasado —le susurraban.
La misma mañana en que la llevaron al cementerio, aquel
cementerio donde está enterrado Al Jolson, me matriculé en un cursillo para
vencer el miedo a volar en avión.
—¿A qué le tiene más miedo? —me preguntó el instructor, y le
respondí:
—A que termine este curso y siga teniendo miedo.
Duermo con un vaso de agua encima de la mesilla de noche
para así poder ver por el nivel si es el suelo de la costa el que está
temblando o si soy yo la que sigue convulsionándose. ¿Qué recuerdo?
Sólo recuerdo las trivialidades que oigo: que la madre de Bob
Dylan inventó el tipex, que en una habitación tienen que reunirse veintitrés
personas para que haya un cincuenta por ciento de posibilidades de que dos de
ellas cumplan año el mismo día. ¿A quién le importa que sea cierto o no? En mi
cabeza hay toallas de baño que envuelven esas historias. Nada más se filtra.
Repaso los detalles que aparecerán cuando vuelva a contar
todo aquello: un beso a través de una gasa quirúrgica, una mano pálida que
corrige la posición de la peluca...
Tomé nota de todos esos gestos a medida que iban ocurriendo,
no retrospectivamente..., aunque no sé por qué el hecho de mirar atrás debiera
revelarnos más cosas que un simple mirar a.
Es posible que diga que me quedé a pasar la noche.
¿Hay alguien que pueda decir lo contrario?
Me acuerdo de la chimpancé, la de las manos parlantes.
En el transcurso del experimento, aquella chimpancé tuvo una
cría. Imagínense el entusiasmo que debieron de sentir sus adiestradores cuando
la madre, por iniciativa propia, empezó a hablar por señas a su cría recién
nacida.
Cariño, bebe leche.
Cariño, juega a la pelota.
Y cuando la cría murió, la madre se inclinó sobre el cuerpo,
moviendo sus manos arrugadas con una elegancia animal, formando una y otra vez
las palabras: Cariño, dame un abrazo, expresándose con fluidez en el lenguaje
del dolor."
Razones para vivir, Amy Hempel